Plan B
Como ustedes, llevo varios días harta de las premoniciones, especulaciones y proyecciones sobre el futuro de México y el mundo a partir de la llegada de Donald Trump a la presidencia.
Durante más de una década he viajado de norte a sur en los Estados Unidos, de California a Utah, de Wisconsin a Florida, de Carolina del Norte a Washington State, estas travesías las he llevado a cabo trabajando directamente con organizaciones civiles educativas y enfocadas en la defensa de todas las áreas de los Derechos Humanos; con académicas, políticas, feministas, ambientalistas que documentan y enfrentan a diario los problemas más serios de su país, esa “América” que durante décadas se ha convertido en la policía del mundo y ha dejado de mirarse a sí misma con un optimismo cosmético promovido sistemáticamente por las y los políticos en el poder.
Por ello entiendo que la llegada de Trump, por deleznable que nos parezca debido a su ignorancia supina y una visión de empresario capitalista, misógino y racista que contraviene todo avance de los Derechos Humanos, de igualdad y democracia, ha tenido un efecto positivo: despertó a la sociedad del sueño de los inocentes. O como dirían algunas antropólogas sociales americanas “the American dream is over, we have awaken”.
Siempre, particularmente desde que documenté los altos índices de trata de personas dentro de los Estados Unidos a la par de los casos de feminicidio, he pensado que el sueño americano no implica que cualquiera que intente tener éxito económico y académico lo logre; significa que la gran mayoría de la población está adormilada, soñando que viven en un país de libertades amenazado a tal grado por los enemigos externos que es preciso unirse sin mirar los problemas internos. Los terroristas, los rusos, los narcos mexicanos, la lista de enemigos externos a los que la “policía mundial” debe mantener a raya” es tan larga como cuantioso el presupuesto para hacer la guerra en los países lejanos, esos territorios que un 60 por ciento de los norteamericanos no pueden encontrar en el mapa, pero de los cuales el Pentágono ha sabido apropiarse.
En ese sueño americano, ellas y ellos, en particular las personas blancas y privilegiadas, sueñan que son el país construido por inmigrantes, el de la diversidad que permitió la rebelión contra el colonialismo británico, el que se unió bajo el símbolo de la estatua que da la bienvenida a todos los barcos viajeros (de preferencia cargados de personas de raza blanca y con dinero para invertir en la gran empresa capitalista). Esa es la Gran América (“The Great America”) de la que habló durante toda su campaña Donald Trump.
La patria que Trump celebra y a la que inspira es a esa en la que los hijos de los privilegiados tendrán acceso al poder, la fama, el lavado de dinero y la gloria. La patria que ha hecho a los personajes más famosos y representativos del sueño americano de esta década de las Kardashian, muñecas de mente vacua, iletradas, artificialmente construidas gracias al multimillonario negocio de la cirugía estética que convierte en blancas a las personas negras y morenas, dedicadas a vender su vida íntima al mejor postor.
Guiadas por esa madre muy americana que teme a la vejez y es capaz de vender a sus hijas para ganar celebridad ante sus carencias para aportar algo a su país que no sea la fantasía de ser Miss Universo. Trump ha sido siempre el padre de la misoginia capitalista, rey de los concursos de belleza que promueven el hostigamiento y acoso sexual como estrategias para acercar a las mujeres al poder. Él es el “all american man”, el verdadero blanco americano perfecto, el hombre-man que ha comprado esposas de los países con mayor número de novias en venta, el experto en hacer pasar la trata y compraventa de mujeres en una elección capitalista positiva.
Estamos obsesionados con el muro, mientras más de dos terceras partes de nuestra frontera norte ya tienen un muro y estrategias legalizadas de radicales “mata-migrantes”. Frente a un gobierno democrático americano que ha deportado a cientos de miles de personas mexicanas y latinas. Pero estamos frente a un empresario que obedece las reglas del mercado, una población cuyos mercados de agricultura dependen un 90 por ciento de la esclavitud humana de personas latinas, mayormente mexicanas.
Un empresariado del “cinturón bíblico” que votó por Trump ha promovido y defendido la esclavitud laboral a fin de no darle empleo a los millones de desempleados blancos y resentidos por un falso discurso. No, los pro-Trump no quieren empleados norteamericanos con derechos y sindicatos, quieren esclavos sin papeles, amedrentados, callados y explotados. Tal vez por eso la pantomima recién montada por el secretario Osorio Chong con los empresarios mexicanos: ellos saben que la esclavitud humana ha mejorado notablemente la agricultura americana, ellos saben que, en cuanto a México, esto seguirá prácticamente igual. Los norteamericanos tendrán que mirar las ruinas de su país y actuar con fortaleza para reconstruir un tejido social que ha sido descubierto, por fin. Ya era hora.